Perdón por anticipado. Seguramente no usaré los términos adecuados, o las estructuras realmente necesarias (como suele ser frecuente), e incluso, y esto es lo más probable, me dejaré ideas por el camino, pero no quería dejar pasar ni tan siquiera una hora para escribir sobre el agradable encuentro que esta noche hemos tenido junto a Lluis Llach en el preestreno de la película documental (sopapo en la frente)
Llach. La revolta permanent de Lluís Danes. (Gracias al 7º vicio. Gracias a RNE 3)
Dolor, preguntas, rabia, conocimiento y fe (en las personas) me han asaltado durante la proyección. Pero de entre todos los sentimientos, el qué más ha golpeado mis sienes ha sido la tristeza. Tristeza no ya por la historia, que es sumamente cruel (un martillazo de principio a fin a nuestras conciencias adormecidas), sino más bien por desconocimiento de una parte de la historia reciente de nuestra transición. La historia de una generación a la que permaneció mi padre y otros como él, que lucharon por que yo hoy pueda tener una serie de privilegios de los que ellos y sus padres antes que ellos carecieron. Esa lucha. Esos cambios, esas vidas que costaron son el hilo fino como sedal pero fuerte como acero de Altos Hornos, que me une al pasado. A todos nosotros. Nuestra generación. Y futuras.
Un escritor, un cantante, un pintor, un artista en definitiva, tiene la posibilidad y el deber, si se me permite decir, de expresar a través de sus obras los sentimientos que eclosionan en su interior influenciados, ya sea en parte o totalitariamente por la etapa en la que vive. Pero también en el pasado. Ser memoria. Memoria viva. Lograr que un suceso pase de ser una mera nota anecdótica en un periódico a un recuerdo trascendental. Permanente. Inmortal.
Vivimos momentos difíciles en los que levantar adoquines hace daño. A unos y a otros. Sin distinción. Pero es necesario. Una democracia, una verdadera DEMOCRACIA no puede crecer sobre el polvo que se crea al ocultar estrepitosos fallos del pasado bajo cualquier alfombra de despacho. Porque este siempre vuelve. En forma de derrumbe. Y los que gobiernan, sean del color que sean sus banderas, deberían tener bien claro esto. Como deberían tener claro el respeto que nos deben como soberanos últimos de un país que somos. Nosotros somos sus jefes. Y nunca al revés.
Tras ver la película y constatar que los tiempos no han cambiado tanto (tan sólo el color de las pantallas televisivas y los uniformes policiales) quiero hacer una proclama desde este espacio, absurdo lo sé, pero espacio de divulgación al menos. Seamos pancartas andantes. Canción protesta. Seamos lucha. A cualquier escala. De cualquier modo. Con cualquier medio a nuestro alcance.
Seamos Memoria.
Memoria viva.
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Nota: Nunca había visto todo un cine, lleno de espectadores, levantarse al final de una película, volverse hacia donde estaban sentados director, los actores (Lluis Llach y miembros de la plataforma) y organizadores, y dedicarles un aplauso tan firme y tan largo como el que presencie ayer. Ese aplauso sabía a mucho más que chocar palmada con palmada, sabía a más que quitarse el sombrero, sabía a más que una palmada en el hombro.
Sabía a Gracias.