Un segundo timbre en el móvil me despierta del todo. ¿He olvidado algo?. Lisa. Otro paréntesis de tiempo. Quiere verme. Me recuerda el contrato que una vez tuvimos e hipoteca mi respuesta bajo el fácil chantaje emocional, la trampa del ser moderno. Cuando encontrar comida era vital y el sexo sólo placer físico todo debía parecerle sencillo al cazador Neanderthalensis. Ahora todo es cable de fibra óptica conectando celdillas de hormigón y pladur, y el sexo es una letra de cambio en forma de mamada o de mal sexo de segunda cita.
No me ducho. No me cepillo. No me afeito. Recupero del suelo la ropa que aún huele a la macrodiscoteca de ayer. Ideal para conseguir que el encuentro sea breve. No quiero dar pena. Quiero resultar repulsivo. Un leproso. Alejar lo más posible a Lisa. Alejar tentaciones. Debilidades. Lo nuestro superaba el aburrimiento de Chéjov. Largo, doloroso. Sin risas.
Podría haber sido peor de no ser porque en la cama siempre decía obscenidades de las que había escuchado en las películas pornográficas que heredé de mi hermano en plena adolescencia. Lo primitivo siempre me ha atraído por lo distante. Y no todas las tías se ponen tan vulgares cuando están en plena faena. Eso animaba el escaso valor argumental de nuestra relación.
A pesar de ello, todo cansa con el paso del tiempo. Otra condena del ser humano, sumergido en la vorágine de la falta de tiempo, la desgana y la pereza. Costaba mucho trabajo estar juntos. Muy fácil dejarlo. Para los dos. Busco las llaves del coche y las de casa. Me calzo las Vans. Miro el espejo del recibidor. Tengo ojeras. Perfecto. Cierro.
Y mientras espero al ascensor intento buscar una buena razón por la que no recordé a Lisa esta mañana mientras me masturbaba entre las sábanas.